Eran más de las diez de la noche y Adriana ya estaba barriendo el local para cerrar, en cuanto el último cliente que aún terminaba su última copa en la barra se fuera. Este se mantenía con la espalda erguida en el taburete que ocupaba al final de la barra, desde donde podía ver todo el local, y especialmente, a Adriana, a la que se la estaba comiendo con la mirada mientras daba pequeños sorbos a su vaso. Era joven, aún no llegaría a los treinta, su pelo revuelto y más largo de lo normal con el flequillo tapándole parcialmente la cara, contrastaba con su impecable atuendo. Traje, azul oscuro, camisa blanca y corbata. Adriana, aunque seguía con su tarea de barrer, no pasó por alto el escrutinio de él. No lo había visto nunca por allí y desconfiaba de sus intenciones, por eso llamó por teléfono cuando se encontraba a una distancia desde la que no podía escucharla para llamar a un amigo y que pasara a recogerla. Pero cuando estaba marcando, una mano se posó en su hombro tras ella y con voz suave y tranquila le dijo al oído:
—No hace falta que llames a nadie, no te hará falta.
Su aliento le hizo cosquillas en el cuello, poniéndole el vello de punta. En vez de sentir miedo, su vientre se contrajo por la sensación. Aunque sí que se sentía inquieta ante lo desconocido, por eso no pudo evitar que la voz le temblase al contestarle.
—¿Por qué no me hará falta? ¿Acaso me llevarás tú?
El desconocido la giró con suavidad poniéndola frente a él para que pudiese verle la cara.
—Sí, por supuesto. Siempre
Adriana se quedó petrificada ante sus palabras. No entendía la seguridad con la que daba por hecho que dejaría que la acompañara a ningún sitio, aunque sin saber por qué, asintió sin dejar de mirar sus ojos. Unos profundos y oscuros ojos con un iris negro azulado, rodeados del blanco más intenso que había visto nunca, que la tenían atrapada y sin voluntad.
—Eso es, ahora vas a recoger tus cosas y nos vamos a ir. Ya es hora de cerrar.
Cuando Adriana perdió el contacto visual al girarse para ir a recoger su bolso, sacudió la cabeza recuperando el control por un momento.
—¿Pero qué…?
Sacudió la cabeza intentando despejar el aturdimiento que sentía y de forma acelerada y brusca se puso la cazadora tejana y se colgó el bolso al hombro dispuesta a salir, cerrar el local y marcharse rápidamente rezando por encontrar un taxi que la dejara sana y salva en su casa. Sintió alivio al ver que ese hombre ya no estaba en el local, aun así, salió a la calle mirando a un lado y a otro…y ahí estaba, apoyado en la pared, con una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando un cigarrillo. La miró con la cabeza inclinada, de forma que el flequillo le volvía a tapar parcialmente la cara, pero dejaba ver una sonrisa descarada y un tanto chulesca.
Ella resopló y se resistió, girándose hacia el lado contrario y comenzó a andar. Pero no había dado dos pasos cuando lo notó pegado a su espalda.
—¿Has olvidado dónde vives?
Susurró en su oído. Ella dio un respingo. No podía ser… ¿Cómo podía saber dónde vivía? ¡Si no lo había visto en la vida! Cansada y realmente asustada frenó en seco y sacando toda la rabia que pudo, se envaró y amenazandolo con el dedo le gritó:
-¡¡¿Se puede saber quién eres tú? Y, ¿qué quieres de mí?…
Cometió el terrible error de volver a mirar sus ojos y sin poder evitarlo fue bajando el tono de voz hasta casi susurrar las últimas palabras.
Entonces ocurrió algo inesperado que la dejó totalmente KO. Tras la espalda de ese apuesto hombre, al que, sin saber en qué momento, le había desaparecido la americana y la camisa dando paso al torso más perfecto que había visto nunca, comenzaron a aparecer sobre sus hombros unas impresionantes alas blancas, que, al desplegarse totalmente, la acogieron en un cálido abrazo quedando en su interior pegada a ese torso, como una mariposa dentro de su capullo de seda.
Y con una voz tan suave como firme le contestó:
—¿Quién voy a ser Adriana…? Tu ángel de la guarda. El que te ha acompañado desde que dejaste el útero de tu madre, y el que te acompañará hasta tu último aliento.